Este nuevo período significó un cambio en las concepciones coloniales de la Corona española, la cual, siguiendo la tradición de la reconquista peninsular, vio la posibilidad de extender su poderío territorial sobre las "tierras de nadie" que representaban América.
La anexión de los nuevos territorios a la Corona española presuponía, asimismo, la instauración de un nuevo tipo de conquista. Un sistema distinto al basado en el intercambio comercial y que se enfocaba a la directa explotación de la mano de obra nativa para labores mineras y agrícolas, y el saqueo de las riquezas de los imperios indígenas.
La Corona, soberana y propietaria de todas las tierras conquistadas, firmaba un contrato con los expedicionarios (capitulaciones), en virtud del cual se determinaba el reparto de los beneficios de la empresa: una quinta parte iba para el rey (Quinto real), una séptima para el conquistador y el resto se dividía entre los soldados.
La Conquista, cuyos puntos de partida fueron Juana (Cuba) y La Española (República Dominicana), se desarrolló con una rapidez extraordinaria, si se tiene en cuenta el reducido número de españoles que participaron en ella, la adversidad geográfica y la inmensidad de los territorios sometidos. Pero las ventajas que tenían estos conquistadores que, por lo general, eran de origen humilde, fueron su pasión religiosa y guerrera, su avidez por la riqueza y el poder y, sobre todo, la superioridad de sus armas, caballos y armaduras de metal, frente a pueblos con armas y tecnologías más básicas.
Por su parte, el problema del sometimiento de los indígenas dio lugar a una serie de justificaciones basadas en la misión evangelizadora y civilizadora de los conquistadores.